Columna de Opinión de Marcelo Mena Carrasco, doctor en Ingeniería Ambiental. Ex subsecretario y ministro de Medio Ambiente y actual director del Centro de Acción Climática de la PUCV

Cuando escuchamos a los economistas de siempre abogando por una reactivación a rajatabla, sin consideraciones ambientales, les pediría un poco de humildad. Su normalidad es crisis social, ambiental, sanitaria. Nosotros hicimos la tarea. Dejamos las consignas de proteger el medio ambiente por razones ambientales. La evidencia que presentamos va en directo beneficio de las personas y del bienestar, a largo plazo, de nuestras economías. Éramos nosotros a los que interesaba que esto durara para siempre y no para el próximo reporte a los accionistas. Éramos nosotros los que abogamos por un impuesto a la contaminación, que corrigiera las distorsiones de una economía que ignora la contaminación. Y ese “nosotros” no somos simplemente los ciudadanos, ambientalistas, o académicos. Hoy se suma el FMI, 53 Bancos Centrales y reguladores financieros que hacen las reglas de más de 50% de los activos financieros del mundo y 53 ministros de Hacienda que administran 10% del PIB global en sus presupuestos nacionales.

El Coronavirus ha golpeado fuertemente nuestras vidas. Ya no podemos ver a nuestra familia, nuestros amigos y lo hacemos para cuidar nuestra salud colectiva, pensando en los más vulnerables. Muchos quieren volver a la normalidad, pero esa normalidad no era sustentable y por eso, debemos tomar este tiempo para reflexionar, pues esa normalidad nos llevó donde estamos hoy.

La pérdida de biodiversidad y la expansión del ser humano a lugares cada vez más remotos ha traído una explosión de enfermedades infecciosas peligrosas. El MERS de hace 6 años que emerge desde los camellos de Medio Oriente, el SARS de la década pasada, el virus del Nilo occidental, el virus Zika o el Ébola, todos emergen fruto del aumento de contacto del ser humano en zonas donde no habitaba hace poco. Sumado al calentamiento global, que amplía las zonas de reproducción de los vectores por aumento de temperatura, al mismo tiempo acelerando la velocidad de reproducción del agente infeccioso, estamos añadiendo elementos de riesgo que hacían solo cosa de tiempo que apareciera una enfermedad como la que enfrentamos hoy.

En efecto, la deforestación por razones antropogénicas, ya sea por búsqueda de material para cocinar, para la expansión de terrenos agrícolas o la expansión urbana, reduce el hábitat de las especies, reduce su población, y contribuye a su extinción.

El año pasado la ONU sacó un informe que decía que ¾ de los ecosistemas terrestres y 2/3 de los ecosistemas marinos han sido alterados significativamente por obra del hombre. Hombre generalmente blanco y de clase alta. Un tercio del terreno del planeta se dedica a la agricultura en un mundo que tiene alzas de obesidad y hambruna. Por primera vez en más de una década hay más personas con malnutrición que antes. De hecho, National Geographic publicó el 2018 que 96% de los mamíferos de la tierra hoy son seres humanos, vacas, corderos, y cerdos. 4% son animales salvajes. Y lo hicimos sin beneficio nutricional aparente, y a costa de nuestros ecosistemas.

Trayendo esto a la realidad, nos encontramos con un informe de SERNAPESCA que nos muestra que aplicando la nueva Ley de Pesca, se mantiene que 67% de las pesquerías están sobreexplotadas o colapsadas. A pesar que la merluza común se mantiene en estado crítico de conservación, se aumentaron las cuotas de pesca para ella. Me recuerda al tiempo en que luchábamos para crear parques marinos (que impiden todo tipo de pesca) en Cabo de Hornos o Juan Fernández, en donde el lobby pesquero quería impedir su creación. El bacalao de profundidad, el orange roughy, conocidos globalmente por el colapso violento de las pesquerías, se recuperarán en esos santuarios. Pero la oposición que tuvimos da cuenta del maldito afán que tienen muchos de nuestros empresarios de matar la gallina de huevos de oro. En esas zonas la población se recuperará y permitirá una pesca más sustentable. Cosa difícil de entender para quienes sólo ven en estos recursos ganancias de los próximos meses.

Sumemos a la contaminación que tienen las ciudades de Chile. Si bien se han establecido planes de descontaminación, los que han permitido reducir enfermedades respiratorias, el uso de leña, diésel, y gasolina, ha dejado a que casi la totalidad de los chilenos respiren normas que superan las recomendaciones de la OMS.

En medio de este escenario terrible hemos tenido avances. La creación de áreas protegidas marinas por más de 1.3 millones de km2 entre el 2014 y 2018 sin duda fue un avance. La creación de la red de parques de la Patagonia, con 45.000km2 de parques nacionales nuevos también es un hito. Y recientemente el compromiso de Chile ante la ONU, fundado en nuestra creciente capacidad de energía renovable, dice al mundo que tendremos cero emisiones netas al 2050. Este compromiso, lanzado en plena crisis de Coronavirus, nos hace reflexionar cómo es que construimos las bases para una transformación económica profunda que apunte a la descarbonización de nuestro país.

La finalidad de esta meta es evitar el calentamiento global que causará daños al 2100 cercanos a 791 trillones de dólares, de acuerdo a un nuevo paper en Nature Communications. Cumplir la meta traerá un crecimiento adicional de 4.4% al 2050 y, generará dos veces más beneficios que costos, de acuerdo a un estudio que hizo el Banco Mundial en apoyo al Ministerio de Hacienda.

Entonces, cuando escuchamos a los economistas de siempre abogando por una reactivación a rajatabla, sin consideraciones ambientales, les pediría un poco de humildad. Su normalidad es crisis. Crisis social, ambiental, sanitaria. Nosotros hicimos la tarea. Dejamos las consignas de proteger el medio ambiente por razones ambientales. La evidencia que presentamos va en directo beneficio de las personas y del bienestar, a largo plazo, de nuestras economías. Éramos nosotros a los que interesaba que esto durara para siempre y no para el próximo reporte a los accionistas. Éramos nosotros los que abogamos por un impuesto a la contaminación, que corrigiera las distorsiones de una economía que ignora la contaminación.

Y ese “nosotros” no somos simplemente los ciudadanos, ambientalistas, o académicos. Hoy se suma el FMI que dice que requerimos impuestos verde 15 veces más altos que el que tenemos en Chile. Se suman 53 Bancos Centrales y reguladores financieros que hacen las reglas de más de 50% de los activos financieros del mundo. Se suman 53 ministros de Hacienda que administran 10% del PIB global en sus presupuestos nacionales.

La crisis social mandó a callar a los economistas tradicionales un rato, pues sus fórmulas adoptadas por tantos años, habían sido causantes del malestar. Naturalmente, ahora se sienten llamados a dictar cátedra sobre cómo reactivar la economía, que por cierto pasa por bajar el gasto social, frenar la reforma a pensiones y ojalá relajar estándares ambientales. Ni hablar de querer reformar el Código de Agua, que sólo ha agravado la escasez hídrica. Dirán que cualquier reforma causará incertidumbre, cuando nada es más incierto que nuestro futuro si es que no cambiamos. No caigamos en el error de escucharlos de nuevo. Su normalidad era la crisis, no solo social, sino ambiental.

Debemos cambiar la tendencia. Dejemos pensar en el yo, sino en nosotros, en tener más, sino lo suficiente. En tener cantidad, sino calidad. En tener derechos sin responsabilidades. En donde sólo nos preocupamos en la ganancia, sin la equidad, en el crecimiento, sin sustentabilidad. Debemos construir las bases de una sociedad más resiliente, más inclusiva, y sustentable. Debemos construir una nueva normalidad. Una que dure, y no sea interrumpida por una nueva crisis.

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